No es un Mal Menor: Niños, Niñas y Adolescentes en el Conflicto Armado
Haber estado en esos lugares en mi adolescencia buscando a mi padre en un montón de cadáveres me hizo decir «este país está mal». Este país no puede permitir que más jóvenes sigamos viendo cadáveres como si fueran animales tirados en un hueco. Esas imágenes que le quedan a uno en la cabeza, yo quisiera que nunca en la vida nadie, ninguna persona, las tuviera que vivir.
Sebastián, niño campesino desplazado a los once años de Lejanías, Meta
La imagen que describe Sebastián es sobrecogedora. Sin embargo, se trata de una experiencia común para miles de niñas, niños y adolescentes que durante décadas se han visto atrapados en una espiral de violencia que altera su mundo, sus afectos y sueños.
Un factor común entre las experiencias de las personas que vivieron la violencia en la niñez o adolescencia es la vulnerabilidad en la que crecieron y las dificultades para el goce efectivo y pleno de sus derechos, los cuales no fueron garantizados de manera suficiente por el Estado, la sociedad y las familias. Por eso, narrar lo que les ocurrió a las niñas, niños y adolescentes durante la guerra implica recorrer una cadena de hechos violentos que, por lo general, se originó en un contexto de vida precario: lugares en los que no hay acceso a la salud, a la educación o a los servicios básicos para vivir y crecer de forma digna, y donde se instala la ley del más fuerte, porque incluso el Estado, cuando se hace presente, lo hace casi siempre a través de la fuerza pública. Fue recurrente escuchar que la precariedad continuó tras los hechos violentos y engendró una violencia que las nuevas generaciones heredaron, pues, aunque en algunos casos existían políticas y normas para responder a los impactos de los hechos, estas no llegaron a las víctimas o fueron insuficientes.
Las historias de este capítulo son contadas por personas que desde su niñez fueron acumulando pérdidas: padres y madres que desaparecieron, familias que se rompieron, territorios que debieron abandonar, una cultura que sus ancestros no pudieron transmitirles, unas ambiciones y una capacidad de trabajo desperdiciadas; todo esto con costos incalculables para ellas y ellos, y para la sociedad. Esta realidad dolorosa fue escuchada en los 2.744 testimonios de personas que relataron algún tipo de violencia contra niñas, niños y adolescentes en el conflicto armado y que dieron cuenta de 4.014 víctimas que no superaban los dieciocho años.
Los testimoniantes hablaron de la precariedad y las dificultades para el acceso a derechos en que crecen las niñas, niños y adolescentes colombianos, palpables en el hambre, la desnutrición, los bajos niveles educativos, las intermitencias en la escolaridad y el maltrato en sus hogares, entre otros. Así, el conflicto armado exacerbó la pobreza que ya estaba presente, al tiempo que hizo vulnerables a las niñas, niños y adolescentes a nuevas violencias. Si se quedaban en los territorios, tenían que someterse al control de los grupos armados, lo que implicaba poner en riesgo su vida por las confrontaciones o exponerse a ser víctimas de reclutamiento, violencia sexual, estigmatización o trabajos forzados.
El riesgo aumentaba cuando, además de la pobreza, la edad, la pertenencia étnica y el género eran atributos ventajosos para los grupos armados, lo que explica la diferencia en el impacto para niñas o mujeres adolescentes o para quienes provenían de una comunidad étnica. Por ejemplo, cuando las niñas quedaron huérfanas o fueron víctimas de desplazamiento forzado, tuvieron que asumir labores domésticas y de cuidado, o abandonaron más temprano los estudios en comparación con sus hermanos hombres. Cuando fueron reclutadas, sufrieron violencias específicas por ser mujeres: por un lado, fueron usadas en labores de inteligencia –por ejemplo, las vestían con cierto tipo de atuendos y maquillaje para atraer al adversario y extraer información—; por el otro, fueron obligadas a utilizar métodos de anticoncepción a temprana edad y a practicarse abortos que les dejaron secuelas físicas y psicológicas de por vida. También fueron víctimas de acoso, violación y tortura sexual, entre otras violencias que sus pares hombres no tuvieron que vivir, o enfrentaron en una menor proporción. Esto no significa que para los niños y hombres adolescentes haya sido más sencillo, pues en ambos casos las infancias y adolescencias se vieron truncadas y abocadas a situaciones de graves peligros, frente a los cuales no tuvieron protección por parte del Estado, la sociedad ni la familia.
En el caso de las niñas, niños y adolescentes de comunidades étnicas, la diferencia radicó en las consecuencias irreparables para su propia vida y la de sus comunidades. A la pérdida de saberes se sumó la llegada a territorios en los que fueron expuestos a situaciones de explotación, mendicidad y estigmatización. Cuando no fueron desplazados forzadamente, los grupos armados los reclutaron y los usaron para obtener ventaja frente al enemigo, pues conocían el territorio y las lenguas de las comunidades, lo que contribuía a los propósitos de control sobre la población. Los testimonios también mostraron que cuando se vulneraron sus derechos, las medidas para restablecerlos fueron deficientes y no se ejecutaron políticas para prevenir situaciones que amenazaran su integridad. Basta con ver que en un país que lleva seis décadas de conflicto solo se han implementado programas de restablecimiento de derechos de niñas, niños y adolescentes víctimas en los últimos veinte años. Lo anterior, a pesar de que, con la entrada en vigencia de la Convención de los Derechos del Niño en 1989 y la incorporación de sus directrices a la Constitución Política de 1991, se elevó a rango constitucional a las niñas, niños y adolescentes como sujetos de especial protección, cuyos derechos deben garantizarse con la participación corresponsable de familia, sociedad y Estado. Desde entonces, en Colombia prima el interés superior de las niñas, niños y adolescentes, lo que en la práctica supone la prevalencia de sus derechos.
Con todo, es usual que las violencias contra las personas menores de dieciocho años se justifiquen o minimicen al decir que se trata de «daños colaterales» o «errores operacionales» y no de delitos, violaciones de derechos humanos o infracciones al Derecho Internacional Humanitario (DIH); esto hace que su responsabilidad muchas veces no sea reconocida. Pero lo que muestra la forma y la frecuencia con la que la violencia se presentó es que fueron objetivo específico de la guerra, lo cual se evidencia por el lugar en el que ocurrieron muchos de los hechos documentados por la Comisión de la Verdad: parques y colegios o sus alrededores, lugares propios de la niñez y la adolescencia. Espacios que fueron escenario de hostigamientos y reclutamientos y que, además, fueron sembrados de minas antipersona pese a que deberían estar al margen de la guerra, ya que son bienes civiles protegidos a la luz del DIH.
Lo anterior se explica por la invisibilidad de esta población como sujetos de derechos y víctimas del conflicto. Así, aunque durante décadas han vivido múltiples violencias, el daño sufrido difícilmente ha sido reconocido por los responsables, el Estado y la sociedad en su conjunto. En las familias fueron excluidos de conversaciones y explicaciones sobre lo ocurrido; aunque muchas veces esto fue una forma de protegerlos, quedaron con preguntas que debieron responder en solitario. Este silencio y dolor por las pérdidas, los desplazamientos o el reclutamiento son circunstancias con las que han tenido que lidiar a lo largo de su vida, aún en la adultez. En el caso del Estado, este tardó décadas en reconocer lo que significa para una persona menor de dieciocho años experimentar la violencia; dicho retraso se tradujo en que las acciones para la prevención, atención y reparación no llegaran cuando eran más urgentes. Finalmente, está la indiferencia de gran parte de la sociedad que casi no reaccionó cuando el conflicto se degradó al punto de atacar a su población más joven.
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