El término ‘bacrim’, o bandas criminales emergentes, lo acuñó el gobierno del presidente Uribe en el 2006 en su afán por ocultar la reingeniería paramilitar y persuadir a la opinión pública de que su gobierno había acabado con el paramilitarismo. El presidente Santos asumió esa denominación al incorporarla al texto del proyecto del Plan Nacional de Desarrollo: “Agrupaciones de carácter multidelictivo, con alcance transnacional, carentes de plataforma ideológica y cuyos fines son netamente económicos”.
Se ha vuelto una práctica recurrente negar la existencia de las estructuras paramilitares cambiándoles el nombre (“fuerzas oscuras”, “autodefensas”, “grupos de justicia privada”). El presidente Barco decía que ese era un problema semántico. La trágica experiencia de las últimas décadas demostró que no tenía razón. Definir correctamente el paramilitarismo es el primer paso para combatirlo y derrotarlo.
Los órganos de las Naciones Unidas y de la OEA no definen estas poderosas estructuras criminales como meras pandillas narcotraficantes. Algo comprensible si se atiende a los interrogantes que suscita la interpretación que hace del fenómeno el Gobierno. ¿Cómo se explica la inusitada escalada de asesinatos contra las y los líderes que luchan por la restitución de sus tierras? ¿Será que los beneficiarios del desplazamiento forzado han contratado a esas supuestas bandas delictivas para proteger sus intereses? ¿A qué se debe la coincidencia en el mapa del país del control territorial que hoy ejercen esos grupos con el que tuvieron los bloques de las Auc?
En el debate que sobre estas estructuras se adelantó en la Cámara el pasado 23 de marzo, me referí a dos situaciones verificables. En primer lugar, las falsas desmovilizaciones de bloques paramilitares incluyeron mantener estructuras de reemplazo en la sombra. Por eso, en muchas partes no hubo desmovilización sino transmisión y relevo de mando. En segundo lugar, mediante ese mecanismo, los jefes de la ‘parapolítica’ y de la ‘paraeconomía’ lograron conservar su brazo armado, que es el que hoy continúa actuando con la complicidad de agentes del Estado.
Sobre la primera situación presenté apartes de la carta que alias ‘Ernesto Báez’ le dirigió al ex comisionado Luis Carlos Restrepo, en diciembre del 2006, en la que le decía: “Me veo forzado a recordarle que de los 40 grandes jefes que Usted conoció dentro de la cúpula federada de las Auc, 19 están detenidos, esto indica que más del 50 por ciento de estos altos mandos, gozan de libre albedrío. (…) En igual condición están más de 500 segundos comandantes y cerca de mil mandos medios”. Ante este diciente recordatorio, solo cabe preguntar: ¿a qué se dedican hoy más de 1.500 jefes del paramilitarismo que no se desmovilizaron?
La respuesta puede extraerse de las propias investigaciones que adelantó en su momento la Fiscalía General de la Nación. El expediente del proceso conocido como “el computador de ‘Jorge 40’ ” contiene todo un verdadero manual para la organización de falsas desmovilizaciones con miles de impostores y la bitácora de negocios de narcotráfico del Bloque Norte. Allí está registrada una conversación del 7 de febrero del 2006 entre ‘Jorge 40’ y ‘don Antonio’, en la que afirma el jefe de la Unidad Central de Análisis Criminal del CTI: “Se refieren a un personal de la organización que no van a desmovilizar, el cual quedaría encargado del cuido de las zonas vulnerables, para evitar que sean retomadas por el enemigo”.
Sobre la segunda situación, acaba de conocerse una entrevista concedida desde la cárcel en Estados Unidos por el ex jefe paramilitar Salvatore Mancuso al periódico EL TIEMPO, en la que anuncia, crudamente, que el próximo capítulo que descubrirá Colombia es el pacto de los políticos con las ‘bacrim’.