La Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición en Colombia presentó su Informe Final, luego de un trabajo de más 3 años en los que recorrió el país escuchando a víctimas, victimarios y organizaciones.
A continuación presentamos la declaración final a la que han llamado “Convocatoria a la Paz Grande”.
El llamado
Traemos un mensaje de esperanza y futuro para nuestra nación vulnerada y rota. Verdades incómodas que desa- fían nuestra dignidad, un mensaje para todas y todos como seres humanos, más allá de las opciones políticas o ideológicas, de las culturas y las creencias religiosas, de las etnias y del género.
Traemos una palabra que viene de escuchar y sentir a las víctimas en gran parte del territorio colombiano y en el exilio; de oír a quienes luchan por mantener la memoria y se resisten al negacionismo, y a quienes han aceptado responsabilidades éticas, políticas y penales.
Un mensaje de la verdad para detener la tragedia intolerable de un conflicto en el que el ochenta por ciento de las víctimas han sido civiles no combatientes y en el que menos del dos por ciento de las muertes ha ocurrido en combate. Una invitación a superar el olvido, el miedo y el odio a muerte que se ciernen sobre Colombia por causa del conflicto armado interno.
Lo hacemos a partir de la pregunta que ha cuestio- nado a la humanidad desde los primeros tiempos: ¿dónde está tu hermano? Y desde el reclamo perenne del misterio de justicia en la historia: la sangre de tu hermano clama sin descanso desde la tierra.
Llamamos a sanar el cuerpo físico y simbólico, plu- ricultural y pluriétnico que formamos como ciudadanos y ciudadanas de esta nación. Cuerpo que no puede sobrevi- vir con el corazón infartado en el Chocó, los brazos gan- grenados en Arauca, las piernas destruidas en Mapiripán, la cabeza cortada en El Salado, la vagina vulnerada en Tie- rralta, las cuencas de los ojos vacías en el Cauca, el estó- mago reventado en Tumaco, las vértebras trituradas en Guaviare, los hombros despedazados en el Urabá, el cuello degollado en el Catatumbo, el rostro quemado en Machu- ca, los pulmones perforados en las montañas de Antioquia y el alma indígena arrasada en el Vaupés.
Llamamos a liberar nuestro mundo simbólico y cultu- ral de las trampas del temor, las iras, las estigmatizaciones y las desconfianzas. A sacar las armas del espacio venerable de lo público. A tomar distancia de los que meten fusiles en la política. A no colaborar con los mesías que pretenden apo- yar la lucha social legítima con ametralladoras. Convocamos a proteger los derechos humanos y poner las instituciones al servicio de la dignidad de cada persona, de las comuni- dades y de los pueblos étnicos. A asumir juntos, por las vías democráticas, la responsabilidad de los cambios sociales e institucionales que la convivencia exige, como se estableció en el Acuerdo de Paz entre el Estado y las FARC-EP, y a abrir, con el entendimiento de las actuales circunstancias, este acuerdo al ELN y a otros grupos armados.
No pretendemos acabar con el debate legítimo entre quienes mantienen el statu quo y quienes desean cambiarlo. Llamamos a tomar conciencia de que nuestra forma de ver el mundo y relacionarnos está atrapada en un «modo gue- rra» en el que no podemos concebir que los demás piensen distinto. Los contrincantes pasan a ser vistos como conspi- radores, sus argumentos dejan de parecernos interesantes o discutibles para ser peligrosos y temibles, y tenerlos en cuenta a la hora de debatir es una supuesta traición a lo propio. Así, la oposición se vuelve mortal porque las per- sonas se convierten en meros obstáculos. Esa forma de pensar es la que ha posibilitado aberraciones como que los seres humanos fueran convertidos en humo y cenizas en las chimeneas del horno crematorio de Juan Frío, o pasa- ran a ser simples cifras en los listados de «dados de baja en combate» de los «falsos positivos»; también fue lo que posibilitó que los soldados devinieran trofeos de caza para la guerrilla, que encontráramos en bolsas de basura los des- pojos de políticos abaleados, que nos acostumbráramos a las muertes suspendidas del secuestro y a recoger los cadá- veres diarios de líderes incómodos.
Llamamos a aceptar responsabilidades éticas y políti- cas ante la verdad del daño brutal causado y a hacerlo con la sinceridad del corazón. Hemos constatado que quienes reconocen responsabilidades, lejos de destruir su reputa- ción, la engrandecen, y de ser parte del problema pasan a ser parte de la solución que anhelan las víctimas y que necesitan ellos mismos, los perpetradores.
Esta nación tiene la riqueza conmovedora de su pue- blo, la multiplicidad de sus expresiones culturales, la pro- fundidad de sus tradiciones espirituales y la tenacidad laboral y empresarial para producir las condiciones que satisfagan la vida anhelada; tiene la feracidad salvaje de su ecología, la potencia natural de dos océanos y miles de ríos, montañas y valles; la audacia de su juventud, el coraje de sus mujeres y la fuerza secular de sus indígenas, campesi- nos, negros, afrocolombianos, raizales, palenqueros y rrom.
Al mismo tiempo, paradójicamente, es una sociedad exclu- yente, con problemas estructurales nunca enfrentados con la voluntad política y la grandeza ética que era indispensa- ble: la inequidad, el racismo, el trato colonial, el patriarcado, la corrupción, el narcotráfico, la impunidad, el negacionis- mo, la seguridad que no da seguridad. De esta manera, la riqueza cultural, natural y económica ha ido de la mano con la ausencia de reconocimiento del otro, de la otra, y ha pro- piciado la violación de derechos y el desprecio de los debe- res ciudadanos. Esto es precisamente lo que hay que cam- biar por caminos pacíficos y democráticos; de lo contrario, las maravillas de Colombia continuarán flotando sobre una de las crisis humanitarias más brutales y largas del planeta. Estamos convencidos de que hay un futuro para cons-truir juntos en medio de nuestras legítimas diferencias. No podemos aceptar la alternativa de seguir acumulando vidas despedazadas, desaparecidas, excluidas y exiliadas. No podemos seguir en el conflicto armado que se trans- forma todos los días y nos devora. No podemos postergar, como ya hicimos después de millones de víctimas, el día en que «la paz sea un deber y un derecho de obligatorio cumplimiento», como lo expresa nuestra Constitución.
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